Por Philip Seymour Hoffman

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Ahora, ya recuperado del shock, me dispongo a escribir sobre el gran Philip Seymour Hoffman. El pasado domingo, 2 de febrero, fue encontrado muerto por la policía en su apartamento de Greenwich Village, en Nueva York. Todo apunta a que la causa de tan trágica pérdida ha sido la droga, esa terrible lacra que asola al arte, que destruye vidas y familias. Y la gente la sigue probando y, lo que es peor, presumiendo de que lo hace. Incomprensible.

El caso es que se va un gran actor con solo 46 años, cuando aún tenía mucho que decir. Un actor al que la definición «actor de carácter» se quedaba pequeña. Llenaba la pantalla de dos maneras: con su imponente figura y sus gestos; y con su potente voz, que sabía modular de una manera asombrosa. Ese aspecto de persona que está por encima del bien y del mal y esa mirada como de hartazgo o de saberlo todo de la vida le favorecía para interpretar a un tipo de personaje de vuelta de todo. Pero era mucho más que eso: sabía transmitir paz, sosiego, pero también era capaz de romperte los nervios o de dejarte atado a la silla gracias a un imponente monólogo. Sigue leyendo