Debo reconocer que tengo una relación de amor-odio con James Horner. Por un lado, considero que ha hecho trabajos de una gran consistencia, apoyados especialmente en sus temas principales; aquí podemos mencionar ejemplos como Enemigo a las Puertas (Enemy at the Gates, Jean Jacques Annaud, 2001), La Máscara del Zorro (The Mask of Zorro, Martin Campbell, 1998), o Deep Impact (Mimi Leder, 1998), pero en otras ocasiones ha optado por lo fácil, por lo repetitivo (ese piano que siempre se descalabra en las escenas de acción o catástrofe) y por el autoplagio más absoluto, todo esto sumado a que carece del talento y la genialidad de otros autores por todos conocidos, eso por no hablar de su famoso «Parabará«, que me pone de los nervios: cada vez que veo una película al que ha puesto música, no hago más que escuchar «Parabarás» por todos lados. Pero entre tanta obra irregular, hay dos por las que este compositor será siempre recordado, con mayor o menor justicia: Titanic (James Cameron, 1997), y Willow (Ron Howard, 1987), para la que compuso uno de los mejores temas principales del cine, o, al menos, de los más conocidos. Sigue leyendo